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* " El último Armao " - Antonio Burgos








" Nadie lo sabe, pero ocurre todos los años en Sevilla, esta tarde de Jueves Santo. Es cuando el sol de la Bética comienza a ponerse sobre los cipreses, los mármoles y los desnudos torsos de los ciegos ojos de las estatuas de Itálica. Es cuando fugazmente aparece la primera mantilla y se hacen vivos los colores de un cuadro de Bacarisas. Es exactamente cuando por la Correduría viene la Virgen de Montesión desde la plaza de los Carros.

Julio César está, vencedor de la muerte, sobre su alta columna de la Alameda. Lleva escudo, espada y coraza el ganador de Munda. Desde allí arriba, alto el fuste del templo que Adriano le levantara, ve la ciudad, huele la ciudad, oye la ciudad.

Nunca en todo su poder y gloria olió tal poder y gloria como cada primavera. Y oye a Sevilla. Nunca tantos tambores anunciaron sus victorias como anuncian la gloria de Sevilla. Nunca tuvo más victoriosos clarines que los que vienen marcando el son de los campanilleros.





Y es entonces, poderoso en los siglos detenidos, cuando Julio César en la Alameda oye los rosarios del palio de Montesión y sabe que llegada es su hora de cada año. Sin que Hércules lo eche en falta, porque conoce de su anual locura por la ciudad que de muros cercó, y de torres altas, acontece en secreto que Julio César baja de la columna. Nadie le ve con paso menudo y apresurado dirigirse a la calle Ancha de la Feria, meterse en un portal, tocar la campana de una cancela, oír la voz de la vieja del Candilejo, que allí vive y que cada año le dice, con un geranio en el moño y la lejana belleza de la juventud en la profundidad de sus ojos:

---Hijo, menos mal que vienes... Ya me estaba yo diciendo este año: a ver si me va a fallar Julio...

Y sube a una alcoba del principal, y allí, ante el armario de dos puertas cuyas lunas reflejan el cuadro de la Macarena de la cabecera de la cama, tiene cada Jueves Santo su ropa de armao el que las legiones mandó, el que conquistó los pueblos. Miradlo cómo se calza medias y sandalias, cómo triunfa Roma en los flecos de oro que lleva el borde de la enagüeta. Miradlo cómo se ciñe la coraza, cómo se mira al fondo del espejo y el viejo azogue le devuelve las aguas del Rubicón. La suerte está echada. Enciende un cigarro, se cala el casco, toma sobre el hombro la corta lanza, que banderilla torera parece más que hierro, y se echa al barrio. Vedlo por las tabernas, señor del aguardiente. Vedlo por las esquinas, piropo de las macarenas:



---Ole los armaos bonitos, mi arma...

Y así que llega junto a las murallas que alzó, y así que saluda, el puño cerrado sobre el corazón macareno, a su capitán. Y El Pelao siempre le dice:

---Julio, hijo, como estás trabajando fuera y no puedes venir a los ensayos, otra vez te he tenío que poner el último de la gandinga...


Y he aquí que el que mandó las legiones de Roma, el vencedor de las Galias, plumas y tambores, se alinea el último en la misma lágrima común cuando desfilan ante la Macarena. Nadie lo sabe, pero ocurre todos los años en Sevilla. Ese último armao de la Macarena, el que con menos andares toreros lleva al hombro la lanza, el que más voluntad que arte le va echando a su sonrisa cuando pasa ante la plaza de la Feria tras el Cristo de la Sentencia, ese último armao, fue emperador en Roma. Pero cada año, cuando suenan los rosarios de los varales de Montesión, abandona su alta columna y es Julio el de gandinga. Julio el de la gandinga sabe que rendir las lanzas victoriosas a la Madre de Dios vale un imperio. Un Imperio Romano ".



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